viernes, 26 de octubre de 2007

"La señora Dalloway", Virginia Woolf

Clarissa había arrojado una vez un chelín al agua del Serpentine, eso era todo. Pero él se había desprendido de la vida. Ellos seguían viviendo (tendría que volver a la fiesta; los salones aún estaban llenos; seguía llegando gente). Ellos (se había pasado el día entero pensando en Bourton, Peter, Sally) se harían viejos. Había una cosa que importaba; una cosa envuelta en parloteo, desfigurada, oscurecida en su propia vida, de la que se prescindía a diario en favor de la corrupción, las mentiras, las vanas conversaciones. El suicida la había conservado. La muerte era desafío. La muerte era -por parte de personas que sentían la imposibilidad de alcanzar el centro que, místicamente, se les escapaba, que vivían una proximidad convertida en lejanía, un éxtasis desvirtuado, que se quedaban solas- un intento de comunicar. Había un abrazo en la muerte.

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